Esta canción se la voy a dedicar, permítanme
la horterada de siglo pasado, a una persona que ni siquiera le gusta un
pimiento, la vida tiene estas cosas. Creo que ya en una ocasión lo
hablamos, y me contó con su sinceridad habitual, que Quique le parecía una
castaña, aunque quizás sólo imaginé que le pegaba mucho decírmelo. No me
acuerdo bien, me vuelvo olvidadizo con los años. Supongo que son cosas de
la vida, te haces mayor, con la edad te salen entradas en las neuronas y
con frecuencia me acuerdo de las tonterías que dije pero suelo olvidar lo ingenioso que me callé. Tengo una rodilla que me quita la vida, y yo me vengo de
ella dándole patadas a una bola, mi cajón de medicinas ya es más
grande que el de calzoncillos y cuando veo mi reflejo en el espejo me dan ganas
de ayudarle a cruzar la acera. Exagerando y tal. Pero a veces me llega la
aparición fantasmal de mi amigo, que solía tener más razón que un santo, y me
dice con la voz ronca, falseada, gustándose un poco de más en cada
silaba, como a veces hacía antes: “Y que nos quiten lo bailado.” Y se queda tan ancho el nota.
Sé que probablemente esté personificando,
con premeditación y alevosía, en una sola persona, historias que en realidad fueron
y siguen siendo de mucha gente. Pero, dejando eso de lado, el caso es que cada
vez que escucho esta canción de Quique Gonzalez es
inevitable volver a deambular rejuvenecido y sin rumbo fijo por callejones
escondidos de Madrid, persiguiendo garitos, vasos de tubo, guaguas que no
cogimos, fantasmas que no estaban, Brigitte Bardots que servían mojitos en
aquel sitio, que frecuentábamos a cara de perro, con el machete en la
boca y un parche en el ojo, preparados para abordar la calle
barco en busca del botín dorado. Persiguiendo hasta el alba una
corona que quisimos nuestra y que ahora, tanto tiempo después, creo
que siempre lo fue. Porque tío, yo sinceramente creo que éramos reyes.
Y si no lo fuimos, pues que nos quiten
lo bailado.
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